Carta tonta a los Reyes Magos - Alfa y Omega

Carta tonta a los Reyes Magos

Hace ya un buen montón de años que José Luis Martín Descalzo escribió (en 1981), en su Cuaderno de apuntes, de sus páginas queridas del Blanco y Negro que dirigía, esta carta a los Reyes Magos, 44 años después de su última carta de niño, allá por 1937, a Melchor, Gaspar y Baltasar

José Luis Martín Descalzo

Hace mucho tiempo, queridos Reyes, que no os escribo, cuarenta y cuatro años exactamente. Y recuerdo, como si fuera hoy, mi carta de entonces. Empezaba así: Queridos Reyes Magos: Dice mamá que, como hay guerra, os pida pocas cosas… Había guerra entonces. Yo apenas si la había visto, porque en mi pequeña ciudad duró tan sólo doce o trece horas. Pero la había en aquel sitio vacío en nuestra mesa, en los nervios de mamá que esperaba todos los días la llegada del cartero y en mis hermanas que se pasaban el día haciendo jerseys para mi hermano mayor que estaba en el frente de Teruel. Había guerra. Y, como había guerra, no pude aquel año pediros, Reyes míos, aquella escopeta que tanto había soñado. Ya véis, qué cosas: ¡La guerra no me dejó pediros una escopeta! Una escopeta con balas de corcho, naturalmente.

Fue una Navidad triste aquélla. Ni siquiera sabía si vendríais. Mi madre decía: ¡Quién sabe si podrán venir este año, tienen que pasar por Guadarrama! Yo preguntaba: ¿Y si hieren a un Rey Mago, mamá?

Ya veis, los niños hacen siempre preguntas que dan en el blanco: Hirieron a un Rey Mago. Al día siguiente me llamó mi padre y me dijo que tenía que empezar a ser hombre, que este año no vendrían los Reyes. Hirieron a los Magos. Las guerras son así. Los partes militares dan sólo el número de muertos en el campo de batalla. Pero nadie lleva la cuenta de las ilusiones enterradas, de los muertecitos que se le van acumulando a uno dentro. Hirieron a un Rey Mago. A los tres.

Por fortuna fue sólo una herida leve y yo sigo creyendo en vosotros, verdaderos monarcas de mi espíritu. Y eso es lo que hace que hoy me siente a continuar aquella carta que en 1937 empecé. Y es que en ella os pedía que ayudaseis a los buenos a terminar de matar a los malos. En mi escuela, en mi catecismo, en las calles me habían enseñado a dividir a los hombres en buenos y malos, y así hasta me atrevía a pediros a vosotros que os metierais en ese gigante lío de las guerras para ayudar a unos contra otros. Así lo había oído decir a los mayores y lo pedía con la misma ingenuidad que escopetas y ametralladoras.

Pero también había empezado a darme cuenta de que mi madre lloraba por los muertos de todos los colores y mi padre hablaba bien de un médico que debía de ser malo, puesto que había sido fusilado por los buenos. Por eso había empezado a sospechar que esa distinción era demasiado cómoda, demasiado barata. Sí -pensaba-, a lo mejor los hombres son como los niños, un poco tozudos, un poco caprichosos, pero nunca malos. Y tal vez Dios por eso les seguía soportando.

Lo malo era que los hombres no se soportaban los unos a los otros y que sus escopetas mataban de veras. Lo sospechaba entonces y lo comprendo ahora: que sigue habiendo demasiados fusiles que matan. Con balas, con calumnias, con semisalarios, con maximentiras. Sigue habiendo también demasiados hombres que cada mañana no encuentran en sus zapatos otra cosa que soledad, hambre y odios de diversos colores.

Y ésa es la razón por la que hoy vuelvo a escribiros: hace falta que me traigáis la escopeta que entonces no me disteis. Hace falta que llenéis el mundo de escopetas como aquélla, de las que sólo hacen pum y risas.

¡Quién sabe! Tal vez este año logréis atravesar los campos de batalla del mundo, sin ser heridos; tal vez mañana alguien rebaje sus personales cordilleras de egoísmo y resucite -con un relámpago de gozo- al chiquillo que fue. Vosotros, Reyes, lo podéis todo. Quizá mañana encuentren muchos hombres en sus zapatos la vieja ingenuidad que creían perdida.

Es curioso: escribe uno artículos más o menos ideológicos, más o menos informativos y te quedas más solo que la una. Abres, en cambio, la puerta de tu alma y se te llena la mesa del despacho de corazones. ¡Qué parecidas son las vidas de los hombres! Cuentas una aventura que crees exclusivamente tuya -la de la tristeza de mi madre porque en la Nochebuena murió la suya, por ejemplo-, y ese mismo día suena tu teléfono y te cuentan cuatro personas diferentes que ellos sufrieron idéntica experiencia en su infancia. ¡Vivimos maravillosamente entrelazados! Tal vez al fabricar los corazones humanos no tienen arriba mucha variedad de modelos. Estar vivo es hermoso y apasionante, que no hay que dejarse aprisionar por ese gigantesco montaje de comerciantes de almas que quieren atraparnos y entraparnos.

Me gustaría, sí, que este Cuaderno pudiera llegar a ser plural y que se convirtiera en un despertador de almas. Lo malo es que yo -¡ay!- soy el peor corresponsal del mundo. Sé escribir artículos, pero apenas cartas. Hace mucho tiempo que recibo bastante más correo del que podría contestar y he de habituarme a quedar como un cerdito con todos mis amigos. Salvo que renunciara al periodismo y me dedicara sólo a la profesión de la amistad. ¡Que tampoco sería mala cosa!

De todos modos, me da gusto que este Cuaderno casi recién nacido haya formado ya parte de mi Navidad. Lo he puesto en el Nacimiento de mis sobrinillos. A lo mejor se le contagia ternura para todo el 82 que empieza.