Isabel, la casita de Dios - Alfa y Omega

Isabel, la casita de Dios

El Papa Francisco acaba de canonizar a santa Isabel de la Trinidad. Las carmelitas del monasterio Santa Ana y San José, en Madrid, recuerdan a quien fue «la casita de Dios»

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«Creo que mi misión en el Cielo ha de consistir en atraer a las almas al recogimiento interior, ayudándolas a salir de sí mismas para adherirse a Dios con un sencillo movimiento de amor, y conservarlas en ese profundo silencio de su interior que deja a Dios imprimirse en ellas y transformarlas en Él […] Vivamos de amor para morir de amor y, así, glorificar a Dios, todo Amor» (Carta del 28 de octubre de 1906) Así se expresaba, doce días antes de su muerte, la hermana Isabel de la Trinidad: joven carmelita descalza de 26 años, consumida por la enfermedad de Addison.

Cinco años antes, en 1901, a su entrada en el Carmelo de Dijon, en la región francesa de la Borgoña, una hermana de la Comunidad que escribe al Carmelo de Lisieux, les comenta así la llegada de la nueva Hermana: «postulante desde hace tres días, pero deseosa del Carmelo desde los siete años, sor Isabel de la Trinidad, que llegará a ser una gran santa, pues tiene ya unas disposiciones extraordinarias».

El capitán José Catez se trasladó a Dijon con su familia en noviembre de 1882, su primogénita, Isabel, nacida en un campamento militar, tenía cumplidos los dos años. Cuatro meses después, nacería su segunda hija, Margarita o Guita. No habían pasado aún cinco años cuando el repentino fallecimiento del capitán hace que su viuda, María Roland, se traslade de domicilio con sus dos pequeñas. Desde la ventana de su nueva vivienda, Isabel, con siete años, contempla por primera vez el Carmelo de Dijon.

La niña distaba bastante de ser «angelical», eran frecuentes sus terribles rabietas que su madre procuraba educar, su institutriz recordaba también su «voluntad de hierro» y su notable recogimiento cuando estaba en la iglesia. Pronto, con la preparación de su primera confesión, la niña se empeñará en la lucha contra sus defectos. Después se dedicará al estudio de piano y del catecismo, preparando durante casi año y medio su primera comunión. En abril de 1891 la recepción de Jesús Eucaristía marcará un antes y después en la vida de Isabel, las personas que la tratan también lo constatan: sus ímpetus de cólera pasan a ser vividos y vencidos por dentro, ha sido ganada por Jesús. Le gusta orar y, con frecuencia tras la comunión, las lágrimas de dicha corren por su rostro. Ella lo recordará como «el día en que Jesús hizo de mí su morada, en que Dios tomó posesión de mi corazón […] desde esta hora sólo pensé ofrecer toda mi vida, devolver un poco de su gran Amor al Amado Esposo de la Eucaristía» (Poesía 47). En su entorno parroquial era normal acudir en visita al Carmelo el día de la primera comunión. Isabel acudirá a esta visita en la tarde de tal día. La Hermana que la recibe tiene la inspiración de obsequiarle una estampita en la que le dice que su nombre, Isabel, quiere decir «casita de Dios»; para la niña fue como una llamada vocacional: ella debía ser muy consciente de estar habitada por el divino Huésped y vivir en su intimidad y adoración. Más tarde escribirá: «He hallado el Cielo en la tierra, porque el Cielo es Dios y Dios mora en mi alma». Su madre le prohibirá volver a visitar el Carmelo hasta tener cumplidos los 19 años y no le permitirá ingresar hasta los 21; entretanto, Isabel completará su formación, ganando varios premios de piano, disfrutando del contacto con la naturaleza en sus excursiones y cultivando numerosas amistades, con varias de las cuales mantendrá amena correspondencia que ha llegado hasta nosotros.

Los escritos de Isabel: su diario, cartas y anotaciones de sus reflexiones y vivencias interiores, ejercen un auténtico magisterio espiritual que ha sido reconocido por la Iglesia que, incluso, cita una de sus oraciones en el Catecismo de la Iglesia Católica nº 260. Con su canonización, el próximo 16 de Octubre, este magisterio recibe un nuevo impulso de ámbito universal.

Así nos estimula Isabel en una carta del 20 de agosto de 1903: «Yo soy Isabel de la Trinidad+, es decir, Isabel que desaparece, se pierde, se deja invadir por los Tres. Ya ve que estamos muy cerca en Ellos, somos una cosa, ¿verdad? […] Quiero ser santa, santa para hacer su felicidad. Pídale que yo no viva más que de amor, esta es mi vocación. Y después, unámonos para hacer de nuestras jornadas una comunión perenne: por la mañana, despertémonos en el Amor. Durante el día, entreguémonos al Amor, es decir, haciendo la voluntad del Señor, bajo su mirada, con El, en El, para El solo.

Entreguémonos todo el tiempo como Él quiera […]. Y después, al llegar la noche, tras un diálogo de amor que no ha cesado en nuestro corazón, descansemos también en el Amor. Tal vez veamos faltas, infidelidades; dejémoslas al Amor: es un fuego consumidor, hagamos así nuestro purgatorio en su amor».

Y en otra carta del 25 de enero de 1904: «Ya que Nuestro Señor mora en nuestras almas, su oración es nuestra y yo quisiera estar de continuo en comunión con ella, manteniéndome como un pequeño vaso junto a la Fuente, el Manantial de vida (Ap. 7, 17; 21, 6), para poder después comunicarla a las almas, dejando desbordar sus olas de caridad infinita. «Yo me santifico por ellos, para que ellos sean también santificados en la verdad» (Jn. 17, 19). Hagamos nuestra esta palabra de nuestro Maestro adorado. Sí, santifiquémonos por las almas. Y ya que somos todos miembros de un solo cuerpo (I Cor. 12), en la medida en que tengamos la vida divina podremos comunicarla al gran cuerpo de la Iglesia. Hay dos palabras que a mi modo de ver resumen toda la santidad, todo el apostolado: «Unión, Amor». Pida que yo las viva plenamente y para esto que permanezca engolfada en la Santísima Trinidad. No podría usted desearme nada mejor. Unámonos para hacerle olvidar todo a fuerza de amor y seamos, como dice San Pablo, «la alabanza de su gloria» (Ef. 1, 12)».

Querida Sor Isabel: cumple pues tu misión en nosotros y ayúdanos a profundizar más y más en la comunión con el Corazón de Cristo, permaneciendo –con María y como María– en actitud de amor y adoración. Amén.

Carmelitas Descalzas
Monasterio Santa Ana y San José