«Estad seguros de la oración de la Iglesia» - Alfa y Omega

«Estad seguros de la oración de la Iglesia»

Tres días después de la proclamación de Felipe VI, a las cinco de la tarde del domingo 22 de junio, en el que la Iglesia celebraba la solemnidad del Corpus Christi, el cardenal Antonio María Rouco, arzobispo de Madrid, presidía la Misa en la capilla del Palacio de la Zarzuela, concelebrada por el arzobispo castrense, monseñor Juan del Río, con la presencia de la Familia Real al completo. La celebración tuvo carácter privado, por lo que apenas trascendieron detalles de la Misa. Éste fue el texto de la homilía:

Redacción
Los reyes de España y las Infantas saludan desde el Palacio Real, el 19 de junio pasado, día de la proclamación de Felipe VI

Majestades, Altezas, Excelencias. Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

La Iglesia celebra hoy en España la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, con el mismo fervor e iluminada por la misma fe que profesaron sus antepasados a lo largo de una historia más que milenaria, que la conformó espiritualmente con perfiles humanos, sociales y culturales ¡inconfundibles! En el alma colectiva de los españoles, la fe en Jesucristo Redentor del hombre encontró curiosa y significativamente, desde los siglos que abren con el Renacimiento el curso de la modernidad -¡de los tiempos nuevos!-, su más festiva, solemne y popular expresión en la celebración del Corpus: del Corpus Christi.

Las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento que hemos proclamado iluminan con la luz de la Palabra de Dios, de nuevo, la celebración del Corpus Christi de este año 2014, evocador de una historia reciente en la que las tristezas y gozos de los hombres de hoy se entremezclan entre sí con dramatismo, pero sobre todo como una invitación a la esperanza.

En el sacramento de la Eucaristía, Misterio de nuestra fe, se nos da, en primer lugar, una presencia de Dios de una sorprendente e inconcebible novedad: ¡de una tal cercanía e intimidad que sobrepasa toda la capacidad de pensar, de soñar y de desear del hombre! El Dios Creador, en el que -y por el que- somos, existimos y vivimos, presente en la obra de su creación -creación que culmina en el mismo hombre-, quiso hacerse uno de nosotros, entrar en nuestra propia historia y en la realidad de nuestro mundo, en virtud de un acto inconmensurable de amor misericordioso ¡infinito! Se hizo hombre y murió por los hombres en unas circunstancias concretas de lugar y tiempo: con fecha y localización geográfica precisas. El Dios omnipotente se hace niño, muere en la Cruz, resucita, se entrega al hombre necesitado de un trato delicadamente amoroso. Se hace su Señor y Amigo, Hermano y Maestro: ¡Salvador! La cercanía de Dios alcanza en Jesucristo su máxima expresión sacramental mediante esa inefable forma de la presencia eucarística, cuando decide quedarse para siempre entre nosotros bajo las especies consagradas del pan y del vino, después de su resurrección y ascensión al cielo y del envío del Espíritu Santo consolador a su Iglesia.

En el sacramento de la Eucaristía se nos ofrece, en segundo lugar, un alimento y una bebida espiritual para nuestra peregrinación -¡nuestro camino!- en este mundo. También de una novedad radical, nunca sospechable para el hombre:

–No le son suficientes los bienes de la creación, de la naturaleza.

–No le bastan los bienes que pueda producir con su ingenio y sus solas fuerzas aplicadas a hacer fructificar las riquezas de la naturaleza: los bienes sociales, económicos, culturales; incluso los psicológicos y religiosos.

–Todo ello no le permite salir victorioso de la lucha contra los embates de la muerte, que fascina y tienta al alma y amenaza al cuerpo.

–Sólo un Espíritu nuevo, el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, podría librarle del acoso del poder de esa muerte que amenaza a toda la creación.

–Sí, le era necesario un alimento y bebida verdaderamente espirituales; en el fondo: ¡divinas!

–En el pan y en el vino eucarísticos, convertidos en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, encuentra el alimento y la bebida para la vida eterna. Su carne es verdadera comida; su sangre es verdadera bebida.

Os habéis propuestos como guía grandes ideales

30-VI-2014: los reyes visitan al Santo Padre

Majestad, habéis sido proclamado Rey de España el jueves pasado, en un día del calendario litúrgico de la Iglesia universal en el que se hace memoria de San Romualdo. Un santo europeo del norte de Italia, de Rávena, abad y eremita, que vive en un siglo -el décimo de nuestra era- de reformas profundamente renovadoras de la Iglesia y de la sociedad. Europa, la que conocemos ahora, comenzaba a perfilarse como continente unido por una común civilización: la cristiana. En el antiguo solar ibérico, en España, los Reinos cristianos buscaban el camino de la unidad frente a un Califato de Córdoba que decaía y se erosionaba sin remedio. Españoles y europeos descubrían y emprendían el Camino de Santiago.

En el discurso de vuestra proclamación como nuevo rey de España, sucesor de vuestro egregio padre, el rey Don Juan Carlos I, os habéis propuesto como guía personal e institucional de vuestro reinado un conjunto de lúcidos ideales políticos y de muy valiosas exigencias morales: la unidad de España en su diversidad; el cuidado esmerado y cordial de las víctimas de la violencia terrorista y de la crisis económica y de otras crisis, que están sufriendo los hombres y la sociedad de nuestro tiempo, quizá más profundas. Crisis antropológicas las denominaba Benedicto XVI. Nuestro Santo Padre Francisco no duda en usar el mismo calificativo para caracterizarlas con rasgos semejantes. Vuestra atención queréis orientarla y dirigirla a la promoción y fomento del progreso científico, cultural y artístico de la sociedad y de todos los pueblos de España, así como al servicio leal del Estado de Derecho: libre, social y democrático.

Para avanzar en el camino de estos grandes ideales, cumpliendo sus exigencias con la altura de miras y con la generosidad del corazón que piden los signos de los tiempos, contaréis, sin duda, con el apoyo firme y el entrañable cariño de vuestra esposa, Su Majestad la reina Doña Letizia, y de vuestras hijas, la Princesa de Asturias Doña Leonor y la Infanta Doña Sofía.

No os faltará tampoco el consejo y la ayuda de vuestro padre, servidor infatigable de nuestra patria común, unida por una experiencia y en un proyecto histórico más que milenario; un servicio, el suyo, prestado generosamente en una coyuntura extraordinariamente delicada de nuestra historia contemporánea.

Y no os faltará tampoco la cercanía de vuestra madre, Su Majestad la reina Doña Sofía, que os acompañará con la misma delicada discreción y afecto que el que mostró en el ejercicio de su responsabilidad como esposa y madre de la Real Familia y reina de una España que había iniciado una andadura nueva de su historia socio-política, cultural y espiritual mirando al futuro responsable y esperanzadamente.

Estad seguros también de la oración de la Iglesia, de sus hijos e hijas: oración perseverante, fervorosa y sincera. No os faltará su comprensión y ayuda noble, sincera e incondicional en todo lo que una a los españoles en la búsqueda del bien común, especialmente, en el bien de los españoles más necesitados: los pobres, los descartados de la sociedad (ancianos, niños, jóvenes…, en expresión del Papa Francisco); los parados, los matrimonios y las familias, los emigrantes…: ¡en todo lo que comporte el bien común de España en toda su integridad material y espiritual!

14-I-2006: el cardenal Rouco bautiza a la Infanta Leonor, en la Zarzuela

Podéis apoyaros, sobre todo, en el Señor, en Jesucristo sacramentado, presente en la Eucaristía, fuente perenne de ese don y fuerza del Amor, que es el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo. También Él puede y quiere alentar, fortalecer y consolar al rey de España cuando los problemas se agolpen y los peligros de desfallecimiento se presenten. Es Amigo incondicional. Sólo pide que no se le cierren las puertas del corazón de las personas y de las familias. Por ello, pide que se le pida: ¡pide oración!

Junto a Él, Jesucristo, nuestro Salvador, está su Madre, la Santísima Virgen, venerada en Madrid bajo la advocación de Nuestra Señora La Real de La Almudena, tan estrechamente unida a la piedad mariana de la Casa Real de España. Asociada al Hijo en toda su vida y obra salvadora desde su Inmaculada Concepción hasta su muerte en la Cruz y unida a Él, asunta al cielo, continúa ejerciendo de Madre del Hijo de Dios y de Madre nuestra. Todo caminar por el sendero de la oración se inicia con ella, se realiza con ella, termina con ella. A ella le encomendamos los nuevos reyes de España y su familia: ¡a su protección y amparo!

Amén.