Amistad y fidelidad de un Papa - Alfa y Omega

Amistad y fidelidad de un Papa

Las siguientes líneas relatan un episodio tan mínimo que no tendría cabida en las páginas de una biografía del Papa, por ejemplo en la preciosa de G. Weigel. Pero sí cabría en un sencillo y sabroso anecdotario. Es un episodio en tres tiempos. Pone de relieve la fidelidad del joven Karol Wojtyla en la amistad, pese a la erosión de los años y al desfase de las escalas sociales o eclesiales

Tomás Álvarez
Juan Pablo II, junto con sus compañeros de colegio, en agosto de 2002

En Wadowice, donde nació, Karol Wojtyla visitaba frecuentemente el santuario en que yacen los restos mortales del gran héroe polaco Rafael Kalinowski, excapitán del ejército ruso, al que canonizará cuando sea Papa. Ahí, en Wadowice, siendo todavía joven de 14 a 18 años, Karol entabla amistad con el portero del santuario, el carmelita fray Wenceslao, una quincena de años mayor que él.

Fray Wenceslao es un humilde fraile lego, de elemental cultura básica, pero buen conversador y filósofo en ciernes, es decir, filósofo al natural, casi un diamante en bruto. Karol Wojtyla no sólo se hace amigo de él, sino que llega a tener asomos de vocación carmelita, como los religiosos del santuario donde había trabajado y se había santificado Rafael Kalinowski a su regreso de la deportación en la extrema Siberia, no lejos del lago Bajkal.

Pasan los años y llega la década del Concilio. Karol Wojtyla viene a Roma para asistir al Vaticano II. También fray Wenceslao ha venido a Roma, pero nada de Concilio. Él sigue de laico carmelita. Reside en el Teresianum, donde hay un centenar de estudiantes que se preparan al sacerdocio y más de una docena de profesores. Pero él, ni estudiante ni profesor, desempeña el importante cargo de zapatero remendón al que recurren los estudiantes, quizá tras un partido de fútbol, para pedir sandalias nuevas o para remendar las viejas.

Fray Wenceslao tiene su oficina de zapatería en un rincón simbólico: exactamente en los bajos del Aula Magna de la Facultad del Teresianum, en el amplio hueco irregular que se forma bajo el plano inclinado de la sillería del aula. Todos los estudiantes conocen y frecuentan ese rincón; ahí van a conversar con su dueño.

También lo conoce el ahora arzobispo Karol Wojtyla. Y cuando las sesiones del Concilio conceden a los Padres conciliares una tarde de asueto, Wojtyla sube por el Gianícolo, pasa ante la estatua de Garibaldi, cruza la portería del Teresianum y, escalera abajo, llega hasta el rincón de la zapatería, que, por cierto, no abunda en elegancia ni en zalamerías de limpieza. Se recoge los capisayos, se sienta en una banqueta de madera, única disponible, y ahí conversa despaciosamente con Fra Wences, que sigue ultimando la tarea de su incumbencia.

En la conversación, al zapatero fray Wenceslao le interesa todo: desde lo que pasa en Polonia hasta las cosas de América o de África, desde los debates conciliares hasta la historia de Napoleón, que «poveretto —dice él—, è morto a Santa Elena, poveretto!». Su Excelencia el Padre conciliar Wojtyla, si le es posible, vuelve a estar con fray Wences la semana que viene, y la siguiente, y de nuevo. Generalmente, no habla con los profesores, ni va a visitar la espléndida biblioteca del Teresianum. Él va invariablemente al rincón de trabajo de su antiguo amigo, ahora casi viejo: Wenceslao Wozniak había nacido en Tomice (Polonia) el 20 de diciembre de 1903, y ahora son los años 1960…

Cuando en 1978 el cardenal Wojtyla, elegido Papa, reside definitivamente en Roma, fray Wenceslao ya no tiene la posibilidad de devolverle la visita. Está enfermo. La diabetes ha iniciado el proceso de gangrena en su pie derecho. Los especialistas del hospital Salvador Mundi están a punto de amputárselo. No lo hacen. Pero sigue un largo proceso de cura. Tres veces al día viene a curarlo una enfermera, misionera carmelita, catalana —por nombre: Josefa Fallada—, que lo cura con toda asiduidad, con verdadero mimo. De suerte que el proceso de gangrena no avanza. Pero fray Wences ya no sale de la enfermería. Ni siquiera cuando el Papa Juan Pablo II visita el Teresianum.

De haber estado sano, ¡con cuánto afecto lo habría recibido, bendecido, y quizás abrazado su antiguo amigo de Wadowice!