La senda de la certeza - Alfa y Omega

La senda de la certeza

Alfonso Bullón de Mendoza

En una de sus deliciosas novelas sobre el padre Brown, Chesterton enfrenta a su rechoncho curita de Eses con el más hábil ladrón de Europa, el famoso Flambeau. El diálogo final entre el ladrón y el sacerdote es muy revelador:

«¿No se le ha ocurrido a usted pensar que un hombre que casi no hace nada más que oír los pecados de los demás no puede menos de ser un poco entendido en la materia? Además, debo confesarle a usted que otra condición de mi oficio me convenció de que usted no era un sacerdote».

«¿Y qué fue ello?», preguntó el ladrón, alelado.

«Que usted atacó la razón, y eso es de mala teología».

Experiencia de humanidad y afecto a la razón. Probablemente, nada resuma mejor el legado intelectual de Juan Pablo II que este conocimiento del hombre que surge del afecto a Cristo y este aprecio infinito a la razón sobre la que se sostiene la fe. Y nada es más consolador para quienes consagramos nuestra vida y dedicación a la tarea universitaria, pues éste, más que cualquier otro, es el camino de la Universidad: el afecto al hombre y a las exigencias de la razón.

Aprecio por la razón

Ese aprecio a la razón no es nada nuevo en el cristianismo desde que hizo su aparición entre las comunidades más helenizadas del pueblo judío; raza de filósofos, decían de ellos los griegos. Significativo fue —comentaba Ratzinger, hoy Benedicto XVI, hace años— que el cristianismo no tomara como interlocutor a las religiones de su tiempo, sino a la filosofía: pues esa pretensión de verdad que porta el cristianismo transciende las realizaciones religiosas particulares y apunta a la universalidad de la razón del hombre. Desde que el joven san Justino quedara cautivado por la sabiduría de Trifón, el cristianismo ha reivindicado para sí la capacidad de confrontarse con la razón y responder de modo exhaustivo al ansia de verdad que encierra todo hombre. Precisamente por todo eso —decía Juan Pablo II—, la universidad nace del corazón de la Iglesia, directamente ex corde Ecclessiae, porque la Iglesia «tiene la íntima convicción de que la verdad es su aliada».

No es por casualidad que el mismo año en que los bárbaros, nuevos señores del Imperio, decretan por mano de Justiniano el cierre de la Academia platónica, san Benito funde el monasterio de Montecasino, y que durante siglos los claustros se conviertan en el refugio de la sabiduría antigua: «Verter al latín toda obra de Aristóteles y todo diálogo de Platón que caiga en mis manos», declara expresamente Boecio. Romano entre germanos y católico entre arrianos, su tarea de salvación inaugura un tiempo de silencio en el que maduraría todo el patrimonio cultural griego y patrístico del que se alimentará toda la cultura occidental. Esa callada y humilde tarea de copia y traducción, esa ingente tarea escolástica, que duraría casi ocho siglos y que culminaría en los frutos espléndidos del siglo XIII, tiene un consciente esfuerzo de sentido en el consejo que el mismo Boecio le da al Papa Juan I: «Conjuga, cuanto puedas, la fe y la razón».

Precisamente fue el abandono de esta posición, la separación y pretendida autonomía de estas dos fuentes de acceso a la verdad, su exasperación y sus consecuencias en la Historia, hasta llegar a la contraposición explícita, la que ha traído la situación de perplejidad en la que se halla el hombre moderno: privado de horizontes de sentido y capaz de un inmenso poder que no sabe cómo se ordena: «en esto parece consistir el capítulo principal del drama de la existencia humana contemporánea en su dimensión más amplia y universal», dice el Papa en su encíclica Fides et ratio. «El hombre vive cada vez más en el miedo».

Frente a la terrible angustia del hombre ante su propia soledad, el grito con el que Juan Pablo II inauguró su pontificado fue una llamada al mundo a liberarse del miedo abriendo las puertas a Cristo: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado». Esta certeza, que marca el pontificado de Juan Pablo II y constituye parte de su mejor legado, señala la senda que están llamados a recorrer en su estudio todos los hombres, y, muy singularmente, las universidades que nacen del corazón de la experiencia cristiana. La legítima autonomía de la razón, en su finalidad y metodología, no deben extraviar al hombre que busca la verdad. Como muy bien recuerda el filósofo francés E. Gilson, «la naturaleza olvida constantemente que debe al opus recreationis de la Gracia el privilegio de reconquistar su naturalidad». Sencillamente, no hay una perfección natural al margen de la Gracia; lo primero que la Gracia hace es permitir, precisamente, la perfección natural. Por eso, afirma Juan Pablo II que «la venida de Cristo ha sido el acontecimiento de salvación que ha redimido a la razón de su debilidad, librándola de los cepos en los que ella misma se había encadenado».

Ya todo el mundo está de acuerdo en que McIntyre tiene razón cuando afirma, en el párrafo más famoso de la más famosa de sus obras, que los nuevos bárbaros no están en las fronteras del Imperio esperando para asaltarlo, sino que hace tiempo que ocupan sus más altos puestos. Y si él esperaba, y con razón, a un nuevo san Benito, nosotros podemos decir que hemos encontrado a nuestro Boecio. O mejor, que se nos ha regalado a quien aunaba en sí la genial intuición de ambos.

Con nuestra oración por su persona va nuestra gratitud por su obra intelectual, el horizonte de la tarea que nos ha marcado es apasionante: «Éste es el camino a seguir: es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo de su búsqueda».