Fidel Castro: lecturas para el epílogo de una vida - Alfa y Omega

«La Historia me absolverá» es una conocida frase de Fidel Castro. Pero no fue esa absolución escrita en los libros sino otra, basada en el arrepentimiento, la que habría deseado el sacerdote jesuita Armando Llorente, su profesor en el colegio de Belén de La Habana, el mismo que escribió en el anuario de la graduación de su promoción: «Se distinguió en todas las asignaturas relacionadas con las letras… Cursará la carrera de Derecho y no dudamos que llenará con páginas brillantes el libro de su vida».

El padre Llorente tenía razón: Castro era un lector empedernido y sus lecturas alimentaron sus interminables discursos. Hombre de la palabra y de la puesta en escena, en la que el personaje importa más que la ideología, el líder cubano tuvo ocasión de escribir variadas y desbordantes páginas del libro de su existencia, pero no todos las calificarían de brillantes. No, desde luego, su antiguo profesor, que hubiera deseado, desde su exilio de Miami, viajar a Cuba para darle un abrazo y recordar «las aventuras que tuvimos juntos, que fueron innumerables y muy bonitas». Armando Llorente recordaba además en una entrevista que en 1958 viajó a Sierra Maestra para encontrarse con Castro, que, nada más verle, le aseguró que había perdido la fe. La respuesta del jesuita fue muy directa: «Fidel, una cosa es perder la fe y otra la dignidad». El padre Llorente murió en 2010 sin haberse encontrado de nuevo con su ex alumno.

Tendría que ser otro jesuita, el Papa Francisco, el que llevara a Fidel Castro en 2015 el recuerdo del padre Llorente al regalarle un libro y dos CD de sus homilías. Según se cuenta, el cubano habría pedido a Benedicto XVI, en su visita a Cuba en 2012, libros de religión, pero estaba lejos de imaginarse el libro que le traería el Papa Bergoglio. No sabemos hasta qué punto pudo emocionarse, pero es perfectamente verosímil que un ser humano, cuando está en la recta final de su existencia, guste de mirar atrás e incluso añorar los días de su infancia y juventud. Es lo que algunos llaman la nostalgia de la inocencia perdida, lo que también suele asociarse con la aspiración de sentirse amado. Y no hay duda de que Armando Llorente quería al joven Fidel, pues la talla de un buen profesor no solo lo da la competencia académica sino la capacidad de hacerse cercano a sus alumnos.

El Papa Francisco elevará plegarias por el eterno descanso de Fidel Castro, en palabras de su telegrama de condolencia, pero un año antes, en su único encuentro personal, quiso llamar la atención por medio de los libros a aquel apasionado lector que, en los años de prisión bajo el régimen de Batista, presumía de haber leído no solo literatura marxista sino también a grandes clásicos de la literatura universal. Entre ellos estaban las obras completas de Dostoyevski. Es una lástima que Castro no hubiera profundizado en el humanismo del gran novelista ruso. Le pudieron más, como a tantos otros, los dogmas políticos, porque debió de pensar que todo era exceso de sentimentalismo y había que pasar la acción. El joven Castro no debía de ser diferente en ese sentido de aquel cineasta soviético, Sergei Einsenstein, admirador de las denuncias sociales de las novelas de Dickens, pero a la vez crítico del escritor inglés por considerarlo un representante de la burguesía. No es casual que en el régimen soviético, y en el castrista, se hiciera apología, en un discurso ajustado a los cánones oficiales, de Don Quijote. Se le presentaba como encarnación de los ideales de justicia y de la defensa de los oprimidos en eterna lucha contra los molinos de viento de la opresión capitalista. Se entiende que uno de los primeros libros de edición masiva en Cuba, tras el triunfo de la revolución, fuera el Quijote.

Fidel Castro llegó muchas veces a sentirse identificado con Don Quijote y cuando cumplió ochenta años, Hugo Chávez le calificó de Don Quijote de La Habana. Su aspecto enflaquecido y su barba blanca confirmaban esa imagen que él mismo quería dar, pero para haber sabido retener el poder en Cuba, durante más de medio siglo, había que ser mucho menos visionario y más implacable que el caballero de la Mancha. El personaje de Don Quijote es muy adecuado para cultivar todo tipo de egolatrías, aunque se agota en sí mismo si finalmente no adopta el tono más centrado y realista de la segunda parte de la novela. Quizás los libros regalados por el papa Francisco, entre ellos el del padre Llorente, pretendían ser un toque de atención al presunto Don Quijote para que saliera de la rigidez de sus dogmas preconcebidos.

Entre esos libros destacan dos del sacerdote italiano Alessandro Pronzato que sirvieron de inspiración para redactar homilías de Bergoglio en su etapa de arzobispo de Buenos Aires. El primero es Evangelios molestos, cuya primera edición data de 1969, y que proporcionó a su autor incomprensiones en algunos medios eclesiásticos por su estilo desenfadado y poco convencional, si bien Pablo VI, en una audiencia privada, animó a Pronzato a perseverar en su labor. Evangelios molestos es un libro que no deja indiferente y que, por lo general, termina incomodando a vanguardias y retaguardias. El enunciado de sus capítulos podría haber llamado la atención de Fidel Castro, como los del cristiano comprometido con la historia o la necedad del rico, aunque hubiera sido recomendable que hubiera leído también el de las vacaciones de Dios y el trabajo del cristiano, o el de la Iglesia de los pecadores. En cualquier caso, el Papa Francisco ha hecho plenamente suyo otro de los capítulos del citado libro: ¿Somos capaces de comprender la estrategia de la misericordia? ¿La habrá comprendido también el estratega comandante?

¿Habrá leído Fidel Castro el segundo libro de Pronzato, La boca se nos llenó de risas. Sentido del humor y fe? Desde su juventud, el líder cubano tuvo fama de hombre retraído y ha dado durante mucho tiempo una imagen casi ascética. Unos rasgos muy diferentes a los de su hermano Raúl. En medio de la obligada seriedad de los ideales revolucionarios y de la política elevada a la categoría de nueva religión, el Papa Francisco debió de querer arrancar una sonrisa a Castro con este libro que toma su título del salmo 126. Leerlo es reconocer que el sentido del humor y el sentido común son inseparables. No es exagerado afirmar, como escribe Pronzato, que la falta de sentido del humor denuncia, de manera inequívoca, que la fe no ha sido tomada lo bastante en serio.

Una paradoja del cristianismo sobre la que Francisco invitó a Fidel Castro a reflexionar en la etapa final de su vida.

Antonio R. Rubio Plo / PáginasDigital.es