Misionera María Luisa Picón: «Estaremos donde nos digan» - Alfa y Omega

Misionera María Luisa Picón: «Estaremos donde nos digan»

El 11 de enero pasado, le comunicaron que, después de tres años, volvía a Haití. Su mente voló a la misión en las montañas, a las escuelas comunitarias, la reforestación y las clases de labores con las mujeres. Al día siguiente, un terrible terremoto cambió sus planes. Volverá, pero a echar una mano en lo que más falta haga

María Martínez López
La Hermana María Luisa enseña a hacer labores a una de las mujeres de su parroquia

La tierra tembló en Haití apenas unas horas después de que la Hermana María Luisa Picón supiera que era su nuevo destino. Ya había estado allí destinada cinco años, hasta 2007. La comunidad de Misioneras del Sagrado Corazón a la que volverá se encuentra en Puerto de Paz, «la esquinita noroeste de la isla». Por ello, «el impacto del terremoto no ha llegado, pero casi todas nuestras familias tenían parientes en Puerto Príncipe. Han muerto 48 jóvenes que estudiaban allí». Eran ellos los que podrían haber hecho realidad el sueño de los haitianos, que «es estudiar y llegar a Miami, para trabajar y enviar algo de dinero a los suyos». Además, «la gente ve la solución en volver a su casa. Muchos llegan heridos, hay que amputarles piernas y brazos».

Ya está en contacto con las que van a ser sus compañeras de comunidad, que el día del terremoto se encontraban en Colombia de retiro y, siguiendo el consejo de algunos misioneros de Puerto Príncipe, aún no han vuelto. María Luisa supone que lo harán todas juntas en marzo. Su plan es de lo más sencillo: «Ir a Puerto Príncipe y ponernos a disposición de lo que queda de la Iglesia. Si ven que es más conveniente que nos quedemos en esa zona, lo haremos. Estaremos donde nos digan».

Su disponibilidad refleja lo que ya hacían en Puerto de Paz, donde no tenían una obra propia, sino que colaboraban en lo que hacía la parroquia, dirigida por un sacerdote haitiano de 33 años -«Yo parecía su abuelita», bromea la Hermana-. Se trata de una zona montañosa, donde la gente está muy diseminada. «Parecíamos hormiguitas -recuerda-, yendo cada una por su caminito entre las montañas, siempre a pie». El corazón de la parroquia son las 15 escuelas comunitarias, dirigidas por una treintena escasa de catequistas locales. En ellas, además de educarlos, se alimenta, con arroz y fríjoles, a 2.500 niños: «Un camión grande viene tres veces al año desde Puerto Príncipe -tarda 20 o 24 horas-, con lo que nos dan organizaciones de ayuda, y cada dos semanas un catequista y el padre de alguna familia llevan lo necesario a las escuelas en burro. Se cocina al aire libre, y las familias ponen el agua y la leña».

Entre todos, 25.000 arbolitos

No es poco esto que se les pide. La fabricación de carbón vegetal, «única forma de ganar algo de dinero», ha deforestado la zona, y «el agua es como oro», pues cuando llueve en esta zona, montañosa y costera, «se va directamente al mar». Frente a estos problemas nació uno de los proyectos más ambiciosos que han realizado: se arreglaron los techos de las escuelas para poner canalones, cada familia aportó agua y mano de obra para construir un depósito al lado, y con parte del agua almacenada en ellos cuidaron arbolitos traídos de la capital, que luego se transplantaron al campo: en total, 25.000, «gracias al trabajo de todos». Además, para intentar alejar a las familias del negocio del carbón vegetal, montó con las mujeres un taller de labores de costura, que se vendían con bastante éxito en parroquias de la diócesis de Miami.

Así era su labor hace tres años. Aún no sabe si podrá volver a ella, pero, a sus 69 años, a la Hermana María Luisa no le preocupa demasiado quedarse, si se lo piden, en la devastada capital. «Aunque estoy sana, si hay cosas materiales que no pueda hacer, al menos puedo consolar».

Viendo las noticias, aquí, con el corazón allí

«Claro, los misioneros», pensó la Hermana María Luisa Picón cuando, uno de los primeros días tras el terremoto en Haití, escuchó en los medios que algunos españoles habían preferido quedarse en el país. Pero en la noticia no se decía. «No he escuchado nada en los medios sobre los misioneros», se lamenta. Y eso, a pesar de que -está convencida-, al estar ya presentes en la zona, de forma indefinida y sin necesitar un salario, pueden aportar mucho en una situación como la actual: «Saber la lengua, no tenerle miedo a la gente, vivir como ellos y haber organizado proyectos juntos».

Por otro lado, conociendo al pueblo haitiano, no le ha sorprendido ver en las noticias cómo los equipos de rescate sacaban de entre los escombros, muchos días después del seísmo, a personas con vida. Los haitianos «son muy sufridos y tienen mucha capacidad de aguante», explica. Subsistir -añade- es casi lo único que ha logrado este «pueblo, maltratado desde siempre». Su experiencia, sin embargo, no se reduce, ni mucho menos, a lo negativo: «Los misioneros que hemos podido conocerlos lo consideramos un regalo de Dios. Es un pueblo sencillo, cariñoso, muy sensible a lo religioso y lo espiritual. Tienen una fe muy grande, y mantienen la esperanza mucho más que nosotros», incluso ahora. También «comparten contigo todo lo que tienen. En mi zona, hemos vivido épocas en que no llovía ni llegaba nada de comida al mercado, y una abuelita se nos acercaba para darnos el primer aguacate que conseguía».