El motivo - Alfa y Omega

El motivo

Colaborador

Lo hemos visto. Millones de personas han peregrinado a Roma para despedirse de Juan Pablo II. Para la mayoría ha supuesto un gran esfuerzo físico y, en muchos casos, un sacrificio económico. ¿Qué mueve a estas personas a soportar el frío de la noche, el sol que quema la piel durante el día, el cansancio, la ausencia de sueño, quizá el hambre, quizá la sed, el estar horas y horas de pie sin poder apenas moverse y sin saber cuánto falta para el final? ¿Qué motiva a estas personas, que soportan con alegría estas penurias, que no causan ni un solo incidente, que peregrinan en un ambiente de paz? Yo estuve allí el miércoles 6 de abril. Desde las 9:20 de la mañana hasta las 12 en punto de la noche en que llegué a los pies del Papa, compartí con toda esa gente 14 horas y media de confiada espera que, al contrario de lo que pueda parecer, no se hicieron largas, pues la voluntad estaba decidida y el ánimo claro. El esfuerzo físico de la peregrinación mueve al espíritu: por eso, las sensaciones e, incluso, las intenciones no son las mismas o no tan intensas al principio como al final. Ves el sol salir, llegar a lo más alto que le permite el cercano equinoccio de primavera, descender por detrás de la cúpula de San Pedro al atardecer, ves el crepúsculo con un azul cobalto que resalta tras la fachada iluminada de la basílica, creando una imagen preciosa; ves llegar la noche y te das cuenta de que, al contrario de lo que pueda parecer, soportas bien el cansancio.

Tras doce horas, ya estás en la Plaza, y la música de los altavoces, música de esperanza, te llena de emoción. Los grandes focos hacen traspasar su luz a través del agua de las fuentes como si llegara de lo más alto. Observas cómo la gente reza el Rosario a solas, en silencio, o en grupo. Contemplas sus rostros que transmiten -por encima del cansancio- recogimiento, emoción, alegría por estar cerca de la meta. Es gente joven y gente mayor, hombres, mujeres y niños también. Son religiosos y seglares, monjas, sacerdotes, grupos de estudiantes, amigos, parejas, familias, matrimonios con niños pequeños que duermen en sus sillitas. Son personas que hablan diferentes lenguas pero viven un mismo espíritu. Entre todas ellas, me llama la atención una señora mayor, con rostro de mujer de campo curtido por el sol, de dulce expresión, que responde con una entrañable sonrisa y con un , grazzie, cuando le preguntas si todo va bien. Humildísimamente vestida, con pañuelo a la cabeza, lleva su escaso equipaje en una bolsa de plástico porque quizá una mochila sea un lujo para ella.

Más cerca del Papa

Nos acercamos a la basílica. Estamos tan apretujados que casi no podemos mover los brazos. Por ello, avanzamos como un todo, quizá reflejando la unidad que representamos al tener un objetivo común. La emoción personal alcanza su máximo al llegar al umbral de la basílica. Sobre tu cabeza, el balcón donde hace casi 26 años y medio oímos el Habemus Papam y vimos a Juan Pablo II por primera vez. Miras atrás, y ves la inmensidad de la Plaza de San Pedro y la masa de gente que se pierde a lo largo de la Vía della Conciliazione. Sientes que has vencido, que has superado un reto, que has sido capaz. Cuando miras el reloj, te preguntas cómo ha sido posible. A pesar de las horas transcurridas, no tienes prisa. No sabes que tardarás aún una hora en recorrer el interior de la basílica. Un padre despierta a su hijo de dos años para que viva el momento.

Finalmente, a la medianoche exacta, ya no hay nada ni nadie que te separe del Papa. Solos él y tú. Solos entre la multitud. La rudeza del policía vaticano, que te empuja sin contemplaciones y que contrasta con la exquisita paciencia de los funcionarios, sólo consigue que te concentres más en el momento. Al contemplar al Papa allí, inmóvil en su catafalco, es cuando realmente te das cuenta de que ya no volverás a verle en este mundo, y es cuando percibes, con una intensidad mayor, el cariño y la admiración que sientes por él. Te das cuenta de lo mucho que ha hecho, de su sacrificio, de su esfuerzo. Ha conseguido que sientas un sano orgullo de ser católico, que no te avergüences de tu fe, que no tengas miedo a manifestarla. Sientes la tristeza de la separación. Quieres acompañarle en esos momentos y rezarle, darle las gracias y pedirle. No quieres marcharte. Le miras, le absorbes con la mirada, como deseando grabar ese momento para siempre en tu retina. Te apartas a una esquina desde donde puedes verle y rezarle sin molestar a nadie.

Consigo permanecer en el interior de la basílica más de hora y media. Me considero un afortunado. Tras la definitiva despedida, que no quieres que llegue, recorro las naves laterales de la basílica hacia la salida. Los peregrinos están por doquier. Unos, rezando de rodillas, como un grupo de jóvenes sacerdotes o como un chico joven con pendiente en la oreja que comenzó la cola a mi lado. Una monja mayor, sentada a los pies de un confesionario, comparte ese lugar con otras personas, que rezan emocionadas, como muchas más, algunas de ellas con lágrimas en los ojos. También hay gente que, vencida por el cansancio, se ha quedado dormida en los escalones de las diferentes capillas laterales o a los pies de los monumentos mortuorios de otros Papas que, sin duda, los acogen con cariño paternal.

Salgo a la Plaza. Son ya casi las dos de la madrugada. Una noche fresca, pero despejada y tranquila. Sopla una suave brisa. Como un bocadillo sentado en una silla que inesperadamente encuentro, mientras contemplo la majestuosa fachada de San Pedro. Después, recorro en sentido contrario la Vía della Conciliazione. Han cerrado las puertas de la basílica hasta las 5 de la mañana. Muchos peregrinos aprovechan para dormir esas tres horas en sacos o cubiertos con mantas, unos al lado de otros, en los soportales o bajo el estrellado cielo. Otros sobrellevan la espera sentados sobre el pavimento. Unos comen, otros dormitan, unos rezan, otros hablan, muchos meditan. Me siento con la misión cumplida. Me siento afortunado. Sigo andando al hotel. En la Vía Vittorio Emanuele me cruzo, a las tres de la mañana, con un grupo de jóvenes peregrinos que caminan a buen ritmo tras una bandera, cantando alegremente siguiendo los acordes de una guitarra. No saben que hace cinco horas supuestamente se han cerrado los accesos a la cola. Pero algo dentro de mí me dice que les dejarán pasar.

Joaquín del Pino Calvo-Sotelo