«Quise balbucir el padrenuestro. Y ¡horror!, se me había olvidado» - Alfa y Omega

«Quise balbucir el padrenuestro. Y ¡horror!, se me había olvidado»

La audición de un fragmento de La infancia de Cristo de Berlioz le lleva a Manuel García Morente a sentir la presencia viva de Jesús. Cae de rodillas al suelo. Hace el propósito de ser sacerdote

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Foto: ABC

Con palabras del filósofo Maurice Blondel, «el hombre aspira a ser dios. El dilema es este: ser dios sin Dios y contra Dios o ser dios por Dios y con Dios». Morente, nacido en 1886, tenía 15 años cuando dijo a su hermana mayor, que hacía las veces de madre desde la muerte de esta cuando él tenía 9 años, que no la acompañaba a Misa «porque ya no creo». A partir de entonces su mente estuvo impregnada del pensamiento de sus profesores: irracionalismo místico bergsoniano, kantiano, fenomenológico y vitalista-perspectivista de su amigo Ortega y Gasset hasta su conversión a los 51 años de edad.

Sin Dios, y además contra el Dios cristiano trinitario y personal en Jesucristo. A lo más, admite el dios de los filósofos, «en el cual –con palabras del mismo Morente– se piensa, pero al que no se ora» ni adora ni ama; a lo más, teñido de cierto panteísmo. Acusa de anacronismo a la Iglesia católica porque corresponde a la época medieval, la de la religión y revelación, ya superada, no a la de la razón y la ciencia, la actual. Con Ortega y Gasset funda en 1914 la Liga de Educación Política Española para promover la educación laicista con sus manifestaciones (exclusión de las clases de catecismo en las escuelas, etc.). Unamuno, en una carta (noviembre, 1912) a Ortega y Gasset le encomienda: «Me han contado de Morente, a quien conocí y traté en Málaga, una cosa que me ha dolido. Dígale que se deje de encasquetarse más el sombrero cuando vea la bandera patria, que no se enfurezca contra el catolicismo, que el principal enemigo es otro. Que no caiga, por Dios, en el fanatismo ferrerista». Se refiere al anarquista Ferrer y Guardia, fundador de la Escuela Moderna, masón grado 32, cerebro de la Semana Trágica de Barcelona (año 1909), que, desde 1911, tiene un monumento ante la entrada de la masónica Universidad Libre de Bruselas, que representa al «Portador de la Luz» (Prometeo, Lucifer), símbolo del triunfo de la razón sobre el obscurantismo religioso.

Pero Dios llamó a puerta del corazón de Morente, esa puerta que –por carecer de pomo– solo puede abrirse desde dentro. Y le llamó desde la situación de su existencia en las circunstancias sociopolíticas de la España de su tiempo: en agosto de 1936, por la muerte martirial de su yerno de 29 años de edad, que le deja dos nietas de 16 y de dos meses de edad; es desposeído de su cátedra de Ética, obtenida por oposición en 1912 y del decanato de Filosofía y Letras en la Universidad Central (ahora Complutense), elegido por unanimidad a finales de abril de 1931. Un amigo, el socialista Julián Besteiro, le urge «que me ausentara de mi casa y, si posible, de España, pues se había acordado darme muerte». «Llegué a París el dos de octubre con 75 francos en el bolsillo y la angustia en el corazón». Su conciencia le acusa de egoísmo. Ha salido de España sin decir nada a nadie, ni siquiera a sus hijas. Su obsesión: el reencuentro con ellas y sus familiares más íntimos en París.

Dios le llama desde la música

Dios le llama también desde la reflexión filosófica que antes le había alejado de él. En la noche del 29 al 30 de abril de 1937 piensa: «Mi vida es mía, pues la vivo yo, pero no es mía porque me es dada». «Quién me la da? ¿El Azar, el Destino, la Providencia?». Rechaza la triple respuesta por abstrusa. Además, la creencia en Dios «es una puerilidad. Y, si Dios existiera, se iba a complacer en jugar conmigo y hacerme sufrir». Llega a pensar en el suicidio, pero lo rechaza.

Dios, en fin, le llama desde la música, su gran afición. Para descansar enciende la radio que está retransmitiendo música francesa. La audición de un fragmento de La infancia de Cristo de Berlioz le hace imaginar a Jesús de la mano de la Virgen con san José en un oasis durante su huida a Egipto y algunas escenas evangélicas. Imagina a Jesucristo clavado en la cruz: «Dios hecho hombre, sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ese sí que lo entiendo y ese sí que me entiende». Cae de rodillas sollozando. «Quise balbucir el padrenuestro. Y ¡horror!, se me había olvidado». Tardó una hora en recomponerlo y también el avemaría. Puso su voluntad y todo su ser «en las manos llagadas del Crucificado». Hace el propósito de ser sacerdote.

El «hecho extraordinario»

Poco después de su conversión le sobreviene lo llamado por Morente el «hecho extraordinario»: «Volví la cabeza y me quedé petrificado. Allí estaba Él», Jesucristo, aunque «yo no lo veía, no lo oía, no lo tocaba, no lo olía», o sea, el fenómeno místico de la percepción del Otro sin sensaciones durante «poco más de una hora» en medio de «un gozo y una paz deliciosa».

Desde entonces padeció incomprensiones, «que no fueron pocas», en fuego cruzado desde los de su ideología anterior (hasta Ortega y Gasset rompió totalmente su relación de amistad) y desde los católicos, que desconfiaban de la autenticidad de su conversión. Su relato del hecho extraordinario no se publicó hasta después de su muerte. Pero le bastaba recordar la experiencia de aquella noche de abril para rebosar gozo y paz. Así lo contaba Morente mismo y lo afirman su hija, religiosa asuncionista de 97 años, residente ahora en Collado-Mediano (Madrid), y su nieta también asuncionista (ahora en Tenerife).

Morente recibe la ordenación sacerdotal el 21 de diciembre de 1940. Durante casi exactamente dos años es el capellán del colegio asuncionista (C/ Velázquez, Madrid), da clases en la Universidad Central, imparte al menos 30 conferencias por toda España, etc. Convaleciente en su casa tras una operación de apendicitis, su hija mayor lo encuentra muerto en la cama en la mañana del 7 de diciembre de 1942. Tenía la Suma Teológica de santo Tomás de Aquino en la mano y las sonatas de Scarlatti en el atril del piano abierto.

Tras su muerte, su director espiritual –el del seminario madrileño–, el venerable José María Lahiguera, luego arzobispo de Valencia, describe la vida del Morente convertido como «un movimiento vertiginoso siempre ascendente hacia Cristo […]. Su espiritualidad, la de un sacerdote santo, enamorado de Cristo, al servicio de Cristo y de las almas».

Su obispo, Leopoldo Eijo y Garay: «En el presbiterio fue alta y viva llama de luz y de caridad, no sabía vivir sino para Jesús […]. Esperaba mucho de él, para bien de las almas […]. Solo me consoló la idea de que Dios le había llamado a Sí cuando aún vivía en el apogeo de su fervor; de las amorosas emociones del altar se lo llevó a la beatitud del cielo».

Manuel Guerra Gómez
Autor de Conversión y santidad de un intelectual: Manuel García Morente (Digital Reasons)