El perdón es más fuerte que la muerte - Alfa y Omega

El perdón es más fuerte que la muerte

La pasada semana se celebró en Roma el entierro y el funeral por don Andrea Santoro, el sacerdote asesinado en Turquía con ocasión de las revueltas de los islamistas radicales. En su madre y sus hermanas no se puede hallar ningún asomo de resentimiento, y ellas sólo reiteran su perdón hacia su asesino

Colaborador

Andrea Santoro. El amor le había llevado lejos, a Turquía; el odio le quitó la vida. Pero en el día del último adiós, su madre, Marieta Polselli, ha querido confirmar la experiencia de su hijo: que el amor es el único antídoto para el odio. Sus palabras las leyó con voz emocionada el cardenal Ruini en la homilía del funeral: «La madre de don Andrea -afirmó el cardenal Vicario de Roma- perdona con todo el corazón a la persona que ha asesinado a su hijo, y siente una gran pena por él, en la conciencia de que él es también un hijo del único Dios, que es amor».

La palabra perdón, término del que se abusa en todas partes, salió en la basílica de San Juan de Letrán de la banalidad de lo cotidiano para mostrarse en toda su grandeza, la de una madre que muestra su compasión por el asesino de su hijo. Es la gran lección de una señora de 87 años golpeada en el más querido de los afectos. Es más, se trata de la lección de una familia entera, porque el perdón de mamma Marieta es también el de las dos hermanas de don Andrea. «Sí, hemos hablado de ello, y compartimos todo cuanto nuestra madre quería expresar -cuenta Maddalena, laica consagrada, la menor de los tres hermanos Santoro-. Debo decir que ni por un momento, ni siquiera en el momento en el que me comunicaron la noticia, he tenido sentimientos de aversión hacia aquella persona». Dice persona, pero después le llama niño (bambino). Tiene incluso dudas de que haya sido él el que ha disparado; piensa en la idea de que ha sido enviado por otros, pero no quiere entrar demasiado en este punto. Afirma: «Hacia ese niño sólo siento compasión. Dentro de mí no guardo resentimiento; sólo un gran dolor por la pérdida de mi hermano». Un sufrimiento ciertamente aliviado por la imponente muestra de afecto y admiración tributadas por todo el país hacia don Andrea, y, sobre todo, por el proceso de beatificación y canonización anunciado por el cardenal Ruini.

Las sensaciones vividas en San Juan de Letrán fueron una mezcla de dolor, lágrimas, fe y esperanza. «Mi hermano se sentía y afirmaba ser, con gran convicción, un cura de la Iglesia de Roma -dice Maddalena-. Es una dimensión de pertenencia que compartimos todos en la familia. He de decir que, durante el funeral, esta pertenencia ha cobrado forma de una sensación física, debido a la acogida y a la cercanía de toda la Iglesia». Una Iglesia de la cual Andrea es ya mártir, y en la que se puede convertir en Beato, y después en santo. Cuando piensa en él, Maddalena se adentra en el recuerdo de ese hermano tan sencillo y directo; tanto, que podía parecer brusco, tal era su modo de creer y de dar testimonio.

«Siempre ha vivido su fe de manera humilde -subraya la hermana-, aun siendo un hombre grande de corazón y de mente. Como su hermana, puedo afirmar que ésta era su característica principal. Así, cuando oí hablar del proceso de canonización, pensé para mí: De veras es cierto que el Señor escoge a los humildes. Todo esto nos da una enorme serenidad, en medio de nuestro enorme sufrimiento». En particular, le ha hecho bien una frase del cardenal Ruini: «Don Andrea se ha tomado tremendamente en serio a Jesucristo». Magdalena permanece un rato en silencio antes de afirmar: «De verdad, es así». Después vuelve junto a su hermana Imelda a confortar a mamma Marieta, que, con la mirada perdida, mueve la cabeza y susurra: «No, no puede ser verdad…» Ellas le repiten que sí, que Andrea está muerto: «Es así, pero también es verdad que allí sólo está su cuerpo». Es el momento del luto y del silencio, en una casa normal de una barrio cualquiera de la periferia de Roma, donde tres mujeres han vivido el amor de forma tan intensa que no saben qué es el odio.

Danilo Paolini