«Los pobres son ángeles que me muestran que soy un 'pordiosero'» - Alfa y Omega

A mitad de la interminable escalera excavada en la tierra me paré casi exhausto. Había ido con un profesor de nuestro colegio a visitar a las familias de un chico y una chica que viven en Kalenji Punji, un rincón cerca de la frontera con India, en los confines del Bangladés profundo. En medio de ninguna parte, «allá donde el viento da la vuelta». El pueblo es inaccesible en coche; tuvimos que dejarlo a unos cinco kilómetros y hacer una parte del resto en un triciclo motorizado lo suficientemente ligero como para pasar los múltiples puentes de bambú que jalonan el camino. Aún así, la última parte, como ven en la foto, consiste en varias escaleras interminables que hay que subir a pie (para luego bajarlas) y, por supuesto, cómo no, nuestros alumnos viven en todo lo alto…

Así que, como iba diciendo al principio, a mitad de uno de los tramos me paré. Montones de telarañas empezaron a entretejerse en mi cabeza y unos pájaros negros empezaron a poner huevos de piedra en mi corazón: qué hago yo en un sitio como éste, quién me manda a mí venir aquí a hacer esto, con lo bien que estaría yo en mi casita, en mi país… y cosas por el estilo. Así que tuve que buscar excusas para seguir adelante, subiendo. Y las encontré, gracias a Dios pero fue a posteriori, cuando me vi cara a cara con las familias a las que íbamos a visitar. Gente no pobre, paupérrima. Gente con una sencillez candorosa y madura. Gente con un corazón de carne grande, grande, grande. Gente que me trató como a un príncipe, que me agasajó con un té y unas galletas riquísimas. Gente agradecida por haber aceptado a sus hijos en nuestra escuela con una beca que les paga el 80 % de los gastos. Gente maravillosa, ángeles (es decir, enviados) de Dios para mostrarme que soy un pordiosero, o sea, alguien que hace las cosas que hace solo por Dios.

A estas alturas de mi vida, después de haber pasado más de 60 años en el planeta Tierra, ya me quedan pocas dudas acerca de la acción de Dios en mi vida y en las vidas de los demás. Sigo siendo tan pecador como antes o más, pero uno sabe con certeza casi absoluta que solo por Dios vale la pena hacer ciertas cosas, que uno tiene que seguir siendo un pordiosero o los palos del sombrajo terminarán por caérseme encima.