Christopher Hartley desde Etiopía: «Cuando hasta los camellos se mueren de sed» - Alfa y Omega

Christopher Hartley desde Etiopía: «Cuando hasta los camellos se mueren de sed»

En estos momentos Gode está siendo arrasado por una espantosa epidemia de cólera y por una fuerte sequía. Las gentes llegan al hospital en el último aliento y a veces mueren a los pocos minutos en manos de médicos impotentes ante la magnitud de la tragedia

OMP

El misionero Christopher Hartley escribe esta carta «con el corazón roto de la pena, para ser voz de tantos cuya voz nadie escucha»:

«En Gode y en la región somalí de Etiopía, hace ya un año y medio que no ha caído ni una gota de lluvia. Aquí todo se está muriendo. Es dramático ver a las gentes llegar al hospitalucho de Gode, por cualquier medio de transporte, incluido carretas tiradas por burros, con pacientes escuálidos y moribundos.

En estos momentos Gode está siendo arrasado por una espantosa epidemia de cólera. Las gentes llegan en el último aliento y a veces mueren a los pocos minutos en manos de médicos impotentes ante la magnitud de la tragedia.

Es tan triste y desolador ver los sembrados devastados por la sequía. Aquí ya no crece nada, ni el maíz, ni la soja, ningún tipo de cereales, todo se lo lleva el viento en nubes gigantes de polvareda que todo lo ensucia y viste de gris. Cada mañana cuando salgo de casa, antes del amanecer, para celebrar la santa Eucaristía, veo como aumenta el ganado muerto a la orilla del camino, vacas, cabras, ovejas… El hedor es espantoso y el espectáculo tristísimo.

Ahora mismo en Gode solo se respira muerte y desolación. Desde hace un par de meses tenemos un médico joven inglés colaborando con nosotros, que pasa mañana y tarde en el hospital público. Gracias a él estamos recibiendo información de primerísima mano de la magnitud del drama que están viviendo estas gentes.

Así, el jueves pasado, 2 de marzo, nos alertó que estaba llegando un número inusual de pacientes agonizando (de hecho, los seis primeros en llegar murieron en el hospital de Gode esa misma tarde), traídos de la zona del Afder, cuya capital es Hargele. Pronto supimos que el problema radicaba en que, por la desesperación de llevar agua en camiones a los poblados más lejanos, algunas ONGs habían cogido agua de una presa cercana a la ciudad de Hargele, que estaba completamente contaminada y podrida. La ONG en concreto era la Islamic Relief Service.

Esa misma noche cargué el vehículo todoterreno de la misión con todas las medicinas que teníamos en ese momento a nuestra disposición y a las 5 am el viernes pasado me fui a Hargele. Son 230 kilómetros de terrible carretera. Antes de las 10 de la mañana ya estaba en el hospital de la ciudad. Me reuní con el director médico e hice entrega de las medicinas. Fue tristísimo oír este hombre, Abdisalem Mohamed, contar la tragedia de todos esos cientos de personas que llegaban a diario infectados de tifus en grado terminal.

Entrega de medicinas al director del hospital, gracias a vuestros donativos; en la bolsa roja, abajo a la derecha, van medicinas donadas por vosotros en España traídas en mi maleta ¡Dios os lo pague! Nos acompañó a visitar a algunos de los pacientes. Sobre todo, ver a los niños fue conmovedor. La angustia de los padres que ya habían visto morir a otros de sus hijos por la maldita agua contaminada de la ONG. El director nos rogó, casi de rodillas que tratáramos de mandar más medicinas y alimentos para los pacientes.

En estos días en que toda la Iglesia, como esposa fiel de Jesucristo, acompaña su vía crucis por las incontables vías dolorosas de este mundo, no es difícil reconocer el rostro de la pasión de Cristo en los pequeños cuerpos macerados de estos chiquillos.

A media mañana decidí que era imperativo buscar los poblados de donde llegaba la gente enferma para de verdad entender el problema. Lo que nadie me había aclarado es que no había en realidad camino para llegar a esos asentamientos; así que con el 4X4 puesto y apretando los dientes, recorrimos esos 40 interminables e inolvidables kilómetros.

Llegamos todos cubiertos de polvo de pies a cabeza y abrasados de calor. La gente en seguida se arremolinó a nuestro alrededor, para contarnos su tragedia. Fuimos al pozo contaminado y vimos el agua pútrida, causante de tanta muerte y desolación.

Por el camino vimos muchos animales que habían muerto de sed e inanición. La gente nos decía: ”Abba (padre) cuando aquí hasta los camellos se mueren de sed es que a nosotros no nos queda mucho de vida”. Pedí que me llevaran a ver a los enfermos que estaban demasiado graves para ser trasladados al hospital de Hargele. Me enseñaron una cabaña en la que yacían en el suelo varios enfermos.

Había dos muchachos muy jóvenes con una bata blanca raída de enfermeros. Les pregunté por los síntomas: ”¿tienen fiebre?”, inquirí; uno agachó la cabeza, avergonzado, y me respondió: ”no sabemos porque no tenemos termómetro”.

Les regalé las pocas medicinas que aún nos quedaban y algo de agua potable. Teníamos que regresar a Gode y nos quedaban más de cinco horas de carretera. Uno se siente tan impotente, tan turbado por dentro cuando ves estas escenas… Te preguntas simplemente ”¿Por qué?” ¿Por qué estas gentes, por qué millones de gentes viven así? ¿Por qué mientras esta mujer no tiene ni un termómetro, otras mujeres se gastan una fortuna en una absurda cirugía estética? Vivimos en un mundo de locos. Definitivamente.

Al desandar el sendero de los poblados hacia Hargele, de la nada, de detrás de los arbustos, venían corriendo detrás de nuestro vehículo, niños que nos gritaban con la desesperación escrita en el rostro: «biyo, biyo, biyo (agua en somalí)».

Todavía nos quedaban cinco horas de carretera de vuelta a Gode. Pensaba en tanta agua como había visto en mi vida: ríos, piscinas (la de mi casa, por ejemplo…), estanques, fuentes preciosas de tantas ciudades, lagos… Tanta agua como había visto… agua que jamás se beberá nadie, agua para la diversión, ¡hasta parques acuáticos! Agua para el adorno estético de una plaza… Y ver niños y niñas desesperados, correr tras de mi coche mendigando un litro de agua… Me parecía todo tan grotesco y absurdo… ¡¡En qué mundo vivimos!! Y por doquier, animales muertos, en estado de putrefacción, bajo un inmisericorde sol de más de 45ºC. Campo abonado para la difusión del ántrax y tantas otras enfermedades contagiosas, peligrosísimas para la sobrevivencia de estas pobres gentes.

La cabeza me daba vueltas, mientras pensaba en soluciones, en la ayuda que se les podría llevar. Las medicinas que más nos hacen falta son: Ceftriaxone IV, gentamicin IV, ringer lactate, DNS, Normal saline, glucose 40 %, oral amoxicillin, ciprofloxacin, levofloxacin, norfloxacin, co-trimoxazole, ibuprofen syrup, paracetamol syrup, amoxicillin syrup.

Si tuviéramos los recursos, se los podríamos suministrar al hospital de Hargele desde Gode, ya que la mayoría de estos medicamentos son accesibles aquí. Necesitaríamos fondos para pagar el combustible de los vehículos nuestros que van y vienen a las zonas de emergencia y, por último, fondos para comprar alimentos de primera necesidad.

En el camino de vuelta, pensaba, emocionado, en medio de tanto horror como había visto ese día, que era la primera vez que estas gentes habían visto el rostro de la caridad, por la presencia de un sacerdote católico.
Era la primera vez en la historia que la Iglesia Católica llegaba a la zona somalí del Afder. Y daba gracias a Dios que, como dice San Pablo: ”se fio de mí y me confió este ministerio”.

Y me venían a la mente las palabras que acababa de meditar en días anteriores de nuestro Santo Padre el Papa Francisco en su mensaje de esta Cuaresma (…).

Volví a casa muerto de cansancio y roto de la pena por lo que mis ojos habían visto. Desde el instante mismo en que llegué de nuevo a la misión, no he parado de darle vueltas a lo que se puede y debe hacer como Iglesia de Jesucristo que somos; testigos del amor misericordioso de Dios, que es Padre y ama a cada una de estas personas. Quizá sean personas inexistentes, irrelevantes para el mundo; quizá su tragedia sea a lo sumo una mera estadística. Para Dios no, para la Iglesia tampoco.

Son personas cuyo rostro sale del anonimato en el encuentro con una Iglesia misionera, siempre dispuesta a ir más allá, donde no ha llegado nadie. La Iglesia es la única que sabe ver en toda esta tragedia, que cada vida, cada rostro, es icono y transparencia del crucificado.

Os ruego por el amor de Dios que hagáis cuanto podáis por ayudarnos. Toda ayuda, por pequeña o aparentemente insignificante que os parezca, puede ayudar a salvar una vida. Soy voz de quienes no tienen voz, o sólo tienen un gemido ahogado, como un nudo en la garganta, gemido estridente y reseco, donde no solo no tienen agua, sino que ni siquiera les quedan más lágrimas que llorar.

La Iglesia, como Nuestra Señora Santa María, camina siempre junto a su Hijo que en la vida dolorosa de estos polvorientos senderos cae y se levanta una y otra vez. Unas veces tiene cosas que dar, otras, tiene las manos vacías (¡si lo sabré yo!), pero llenas o vacías las manos, la Iglesia caminara siempre en cada misionero, adherida como madre y esposa, al cuerpo crucificado de su Hijo, en los hombres nuestros hermanos.

Cada día en cada Santa Misa ofrezco en la patena y el cáliz, la muerte y la vida de estas pobres gentes. En esa misma oblación y ofrenda os ofrezco a todos vosotros que con vuestra caridad vestís con nosotros al desnudo, dais de beber al sediento y de comer al hambriento.

¡Por amor de Dios ayudadnos cuanto podáis! Ante el Sagrario de la misión por todos oramos y con Nuestra Señora, Reina de la Misiones pedimos que a todos nos acoja bajo su bendito manto.

A todos os deseamos una Cuaresma en que se nos rasgue el corazón, para que demos frutos de conversión, compartiendo con los pobres tanto como a todos nos sobra».