Llegó y nos pilló con el pie cambiado - Alfa y Omega

Sacerdotes de otra escuela o con otras preferencias, de otros Papas y obispos. Con diferentes estilos pero, bien es verdad, que demasiado recluidos en nuestro propio mundo.

Nos pescó no cabalgando sobre un humilde pollino sino, más bien, en coches cómodos y, por qué no decirlo, hasta distantes de los más pobres. ¿Pobres? ¡Si! Nos conformábamos con decir que «los pobres son los que tenemos a nuestro lado».

Nos atrapó mirando demasiado al altar y buscándonos a nosotros mismos. Centrados y pendientes del color litúrgico del día, adornos y aderezos eclesiales pero, tal vez, de espaldas a muchos dolores y horrores del mundo.

Nos sorprendió porque no reconocerlo, empezando por mí, embebidos en el orgullo y la arrogancia, la soberbia y el engreimiento. Ese cáncer que ha logrado hacer mella en esta Iglesia a la que amamos. Porque, tal vez él, Francisco, busca la sencillez para encontrar al hombre y, en cambio nosotros, nos quedamos en la vanidad sin indagar y volcarnos en el sufrimiento del hombre.

Alteró nuestras ideas y nuestros esquemas. Estábamos acostumbrados a lo estético (que creo que no es malo), a la beldad litúrgica (que juzgo que lleva a Dios) pero tal vez alejados de las llagas del Cristo viviente en tantos altares de carne y hueso. ¡Cuesta tan poco alabar a Dios y, tanto, visitar, lamer y curar las heridas de los vivos!

Nos hizo pensar y hasta nos desinstaló con interrogantes y expresiones que causaron desconcierto: funcionarios, cómodos, trepas, placenteros, mercaderes y sirviéndonos más que sirviendo a los más pobres.

Nos desestabilizó a muchos cuando, acostumbrados a las formas, suntuosidad y normas, no ha dudado en romper protocolos, bajarse del papa-móvil y, además, reservar un hueco en él para débiles, disminuidos, fracasados y deformados por la enfermedad más repelente.

Nos ha hecho pensar sobre el ejercicio de nuestro sacerdocio. Nos ha hecho ver que, ser sacerdote, no es descansar por Pascua, un mes en verano y descanso después de cada tiempo fuerte. Nos ha hecho comprender, quedándose en Santa Marta sin marchar a Castel Gandolfo, que estar de vacaciones no es recorrer mundo sino disfrutar con la seguridad de que Dios acompaña en la soledad, sosiego y silencio.

Vino y nos pilló con el pie cambiado. A veces divididos y, otras, unidos. A horas encerrados en nuestros prejuicios, esquemas personales y, en otras, para lo nuestro demasiado liberales. Con palabras que, a veces, nadie nos entiende; y él con el lenguaje de los grandes: sus gestos, cercanía, sonrisa de oreja a oreja y con unos brazos tan abiertos que –por momentos– parece que a todo el mundo abarca.

Lo tengo que reconocer. Le miro, le escucho, le sigo y estoy convencido que nos ha pillado, a muchos, con el pie cambiado. Incluso dejando nuestras carencias al descubierto.

Y, viéndole, hasta uno se plantea si uno vale para un sacerdocio tan exigente cuando me ha pillado, tal vez entre filacterias, y él empeñado en un sacerdocio de periferias. ¡Casi ná! ¿Podre cambiar de pie?